En La habitación de al lado, la nueva película de Pedro Almodóvar, Julianne Moore interpreta a una escritora (Ingrid) que se reencuentra con una vieja amiga periodista de guerra, Martha, interpretada por Tilda Swinton, a la que le han diagnosticado un cáncer terminal. Aunque llevaban años sin verse, su relación se recupera y profundiza. Ante la posibilidad de una agonía insoportable por culpa de su enfermedad, Martha le pide a su amiga que le acompañe a una casa en el campo donde tiene pensado acabar con su vida con una pastilla. El rol de la acompañante no es ayudarla a morir, sino estar a su lado hasta el último día. Ingrid acepta a regañadientes y dejan Nueva York (que solo es Nueva York porque sale de vez en cuando el skyline de la ciudad) y se marchan a Woodstock, en el norte del Estado (en realidad Almodóvar rodó en una preciosa casa mid century en San Lorenzo del Escorial). Es una premisa fascinante.
Almodóvar no es un director realista. Sus películas siempre tienen un esqueleto realista, una narrativa relativamente convencional, pero al director le interesan mucho más otras cosas. No le interesa la verosimilitud sino las atmósferas, una estética, unas emociones sin el sustento convencional. Incluso en sus filmes más realistas (pienso, de sus últimas películas, en Julieta, Dolor y gloria, en La habitación de al lado) le gusta jugar con una especie de extrañamiento, con las escenas oníricas, incluso con la vergüenza ajena y los límites del melodrama. Nunca alcanza el realismo mágico, ni en esta película ni en la mayoría de sus películas, pero le gusta coquetear con el género. No le interesa la idea clásica de realismo.
«No quiere emocionar a través de la verosimilitud de los diálogos sino a través de las emociones de sus personajes»
En La habitación de al lado hay varios ejemplos de eso, sobre todo en los flashbacks, en cierta falta de naturalidad de los actores en algunas escenas, en su estética preciosista. Por ejemplo, algunos de los diálogos y escenas resultan forzados, como si los actores estuvieran practicando el guion antes de actuar realmente. A Almodóvar no le importa mucho eso, porque su objetivo es emocionar por otro lado. De nuevo, no quiere emocionar a través de la verosimilitud de los diálogos sino a través de la verosimilitud de las emociones que experimentan sus personajes.
La crítica anglosajona achaca esta falta de naturalidad al hecho de que es la primera película del director español en inglés (después de los mediometrajes La forma humana y Extraña forma de vida). En la web AVClub, la crítica estadounidense Natalia Keogan dice que hay una «disonancia entre las inclinaciones melodramáticas del director y su ejecución en inglés. En español, esta sensibilidad jabonosa se adopta con eficacia, pero estos mismos escenarios y diálogos tienen una connotación de cursilería en la traducción». Lo que se le escapa a Keogan, y a muchos otros críticos que han señalado lo mismo, es que esa sensación se produce en todas las películas de Almodóvar. No tiene nada que ver con el idioma.
El resultado no es brillante, pero muy notable. Las protagonistas se mueven entre la aceptación y el vértigo ante la muerte. En una escena especialmente emocionante, Martha está frente al ordenador intentando escribir, pero es incapaz de hacer algo que no sea esperar a la muerte. Hay momentos tiernos, otros ligeramente estrafalarios y melodramáticos, y sin embargo todo está contenido. No es la mejor película de Almodóvar, pero es un añadido emocionante a su filmografía, que es cada vez más elegante y melancólica a la vez que, en paralelo, el director es cada vez más insoportable en su faceta de personalidad pública.